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lunes, 30 de diciembre de 2013

cerrar con Kipling y abrir con Kipling


y para cerrar este año 2013 de una manera digna y entrar en 2014 como es debido, os dejo este poema de Kipling que convendría tener en mente en los tiempos que corren.
Lo dejo en español y en inglés.
¡Feliz 2014 y Próspero 2020!

Si puedes mantener la cabeza cuando todo a tu alrededor
pierde la suya y te culpan por ello;
Si puedes confiar en ti mismo cuando todos dudan de ti,
pero admites también sus dudas;
Si puedes esperar sin cansarte en la espera,
o, siendo engañado, no pagar con mentiras,
o, siendo odiado, no dar lugar al odio,
y sin embargo no parecer demasiado bueno, ni hablar demasiado sabiamente;


Si puedes soñar-y no hacer de los sueños tu maestro;
Si puedes pensar-y no hacer de los pensamientos tu objetivo;
Si puedes encontrarte con el triunfo y el desastre
y tratar a esos dos impostores exactamente igual,
Si puedes soportar oír la verdad que has dicho
retorcida por malvados para hacer una trampa para tontos,
O ver rotas las cosas que has puesto en tu vida
y agacharte y reconstruirlas con herramientas desgastadas;

Si puedes hacer un montón con todas tus ganancias
y arriesgarlo a un golpe de azar,
y perder, y empezar de nuevo desde el principio
y no decir nunca una palabra acerca de tu pérdida;
Si puedes forzar tu corazón y nervios y tendones
para jugar tu turno mucho tiempo después de que se hayan gastado
y así mantenerte cuando no queda nada dentro de ti
excepto la Voluntad que les dice: “¡Resistid!”


Si puedes hablar con multitudes y mantener tu virtud
o pasear con reyes y no perder el sentido común;
Si ni los enemigos ni los queridos amigos pueden herirte;
Si todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado;
Si puedes llenar el minuto inolvidable
con un recorrido de sesenta valiosos segundos.
Tuya es la Tierra y todo lo que contiene,
y —lo que es más— ¡serás un Hombre, hijo mío!




If you can keep your head when all about you
Are losing theirs and blaming it on you;
If you can trust yourself when all men doubt you,
But make allowance for their doubting too;
If you can wait and not be tired by waiting,
Or, being lied about, don’t deal in lies,
Or, being hated, don’t give way to hating,
And yet don’t look too good, nor talk too wise;
If you can dream – and not make dreams your master;
If you can think – and not make thoughts your aim;
If you can meet with triumph and disaster
And treat those two imposters just the same;
If you can bear to hear the truth you’ve spoken
Twisted by knaves to make a trap for fools,
Or watch the things you gave your life to broken,
And stoop and build ‘em up with wornout tools;

If you can make one heap of all your winnings
And risk it on one turn of pitch-and-toss,
And lose, and start again at your beginnings
And never breath a word about your loss;
If you can force your heart and nerve and sinew
To serve your turn long after they are gone,
And so hold on when there is nothing in you
Except the Will which says to them: “Hold on”;

If you can talk with crowds and keep your virtue,
Or walk with kings – nor lose the common touch;
If neither foes nor loving friends can hurt you;
If all men count with you, but none too much;
If you can fill the unforgiving minute
With sixty seconds’ worth of distance run –
Yours is the Earth and everything that’s in it,
And – which is more – you’ll be a Man my son!
 

jueves, 19 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad de Auggie Wren

Os dejo esta maravilla que, no por ser ya un clásico se cansa uno de ver (precisamente por eso).
Feliz Navidad !!



martes, 19 de noviembre de 2013

...y además, es imposible.


 ¿Habéis sentido alguna vez la tierra temblar bajo vuestros pies? Yo sí. Esta mañana.
          Fue un temblor pequeño. Duró lo que dura un parpadeo. Pero fue significativo. Parece que nadie se enteró, eran las siete de la mañana. Yo estaba en cama leyendo una novela. Es una manía que tengo. Me entró a los once años. Mi tío-padrino Manuel me regaló un ejemplar de tapa dura de La Isla del Tesoro, Biblioteca Juvenil Bruguera, creo que ya no existe, y desde entonces no hay día que no lea cien páginas de cualquier cosa que caiga en mis manos. Unos empiezan el día rezando, otros con treinta flexiones, los hay que con el Financial Times. Yo no, yo empiezo el día leyendo una novela, así me va.
Me sentí como un niño olvidado en una plaza. Casi me echo a llorar. Pensé que se me iba a caer el techo encima o algo así. Pero no pasó nada. Sólo un silencio tenso, como cuando vas a matar una mosca.
          Cuando me volvió la respiración me palpé brazos y piernas, también la nariz, me despeine varias veces; abrí la boca, despacio, como si me fuese a tragar una ballena, y luego la cerré, por si acaso; me metí los índices en los oídos, me di golpes en el pecho.
          Soy muy sensible, de verdad que sí. Como en el instituto nadie decía nada pensé que lo había soñado. Ya sabéis, esos sueños que parecen tan reales. Jim Hopper, mi mejor amigo, soñó una vez que una niña rubia a la que no había visto en su vida le arañaba la cara en medio de una plaza de toros que estaba vacía. Cuando se despertó, las mejillas se le caían a cachos. Y os aseguro que Jim Hopper no ha estado en una corrida de toros en su vida ni casi sabe lo que son.
          Estuve a punto de llamar a mi hermano para contárselo, lo del temblor. Pero preferí no hacerlo. Él ya piensa que estoy loco y con cosas como esa iba a ser peor.
          Además está lo que dicen por ahí, eso de que en Madrid no puede haber terremotos, que es imposible, como quedarse embarazada la primera vez. Imposible.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Bajo las mantas


Había roto el jarrón chino de la entrada, ése tan caro, y sabía que, cuando se enterase, mi madre me mataría. Además me encontraba fatal. No me había dejado cena y no tuve más remedio que arramplar con el bote de leche condensada. Después vino aquel dolor tan intenso, ya sabéis, y unas ganas horribles de vomitar. Me fui al baño. Allí estuve hasta que, ya muy tarde, los sentí llegar. Entonces corrí a mi habitación y me metí debajo de las mantas.

Por aquel entonces yo vivía solo con mi madre. Papá había muerto meses atrás. Trabajaba de cocinero en un restaurante del centro y siempre volvía muy tarde. Una noche alguien lo estaba esperando en el rellano. La policía dijo que fue un robo, que no tenía que haberse resistido. A los dos días mi madre apareció con ese amiguito de las botas vaqueras y el águila estampado en el empeine.

A menudo llegaban tarde. Se iban a la cocina y discutían. De vez en cuando rompían un plato o dos pero siempre terminaban en el salón viendo una de esas pelis de medianoche, ya sabéis, con el volumen a todo trapo. Entonces yo metía la cabeza bajo la almohada y canturreaba una canción que me había enseñado mi padre, un largo nananá, pero aun así seguía oyendo aquellas voces. Incluso rezaba a la Virgen como me decía la hermana Lucía, mi profesora de lengua, con las manos cruzadas y apretando los ojos hasta que me dolían, pero no había forma.

A veces las voces paraban de repente. Entonces yo asomaba la cabeza. Y la veía. Era una niebla negra y espesa que se colaba a través de las mantas y me envolvía como a una  momia. El cuarto se convertía en algo brutal. Algo como una tumba abierta en plena noche. Luego ese hombre entraba en el cuarto. Sin llamar. Yo me sumergía y agarraba las mantas con las uñas, como un cachorro de gato cuando te acercas, igual. La madera crujía bajo las botas. Venían a por mí. Podía oír las alas del águila desplegándose. Y después aquel rostro pegado a mi cara, justo al otro lado de las mantas. Y aquel olor a whisky. Santa María, madre de Dios.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Bajo la piel

A veces me despierto sobresaltado, angustiado por las palabras que no encuentro. Por las que no acierto a decir, por las que no me dicen, por las que se quedan atrapadas en la garganta o clavadas en el estómago.
Me miro en el espejo, las manos, lo brazos, la cara. Y veo debajo de mi piel esas palabras. Rasco, trato de llegar a ellas pero no se inmutan. Resultan intocables, inalcanzables.
Hacen como que no me ven.
Y, sin embargo, estoy hecho de ellas.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Valiente como Mercurio

Me gusta escribir pero no se puede escribir todo el rato. Ayer, por ejemplo, escribí doce horas seguidas. Luego me tomé un zumo. Me senté en el sofá y leí un poco. Hay hielo en Mercurio. La sonda Messenger lo sugiere. Hielo en Mercurio. Eso quiere decir algo, ¿no? Tan cerca del sol. Hielo. Frío. Mercurio tiene además dos amaneceres. Es por un lío de velocidades orbitales. Pero sucede. O eso parece a simple vista. Nadie está allí para verlo pero ocurre. Dos amaneceres. Todos los días. Jo.
Si en Mercurio hay hielo todo es posible. Puede que hasta estemos solos en el universo. Miles de millones de planetas y ninguno habitado. Solos. Da vértigo. A 30 kilómetros por segundo alrededor del sol. Solos, sin nadie que moleste ni dé la brasa. Hasta que un día.

Uno escribe horas y horas, sin descanso, alrededor de una idea. La idea es un agujero. No te caes, no hay por qué tener miedo. Pasas dos veces por el mismo punto. Tres. Yo ya estuve aquí, te dices. Uno escribe y escribe, de izquierda a derecha.  Coma, punto y coma. ¿Por qué escribir tanto? Quién sabe. Escribo, escribes. Nos cruzamos en el camino. Hola y adiós. O hasta luego. Te conviertes en tinta, en tinta derramada, como la sangre de los inocentes. Te conviertes en letra, y en palabra. Polvo eres, y en polvo te convertirás.

No se puede escribir todo el tiempo, no.  A veces hay que hacer concesiones. Cosas pequeñas, qué sé yo. Abrir la nevera, cepillarse los dientes, pasar el trapo a la mesa. Todo cuenta. Parece que no pero todo cuenta. Mira si no Mercurio. ¿Quién iba a decir que había hielo en Mercurio? Hay que ser chulo. Y valiente.  Seguir viviendo, orbitando. Letra a letra. Coma a coma. Día a día.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Mi profesora de chino

Fue en aquellos días en los que pasé tanta hambre. Iba por la calle con las manos enterradas en los bolsillos y la cabeza mirando al suelo. Solía caminar así durante horas, evitaba detenerme delante de los escaparates, sobre todo de esos que huelen tan bien. Llegada la hora todo me parecía comestible, el cinto, los zapatos, las farolas, las cabinas de teléfonos.
Leí en una revista que encontré en un banco del parque que lo más importante para conseguir un trabajo era saber chino. Chino. Así que me puse a ello.
Resultó que había dos profesoras de chino en mi pueblo, un pueblo de veinte mil habitantes, así que me pareció que la cosa iba en serio.
La primera era una joven estudiante de Físicas, Lian, nacida en Pekín, que se sacaba unos euros enseñando su lengua madre. Me dijo que eran 15 € la hora. Yo le dije que no pagaba nunca más de 7 € por ese tipo de clases. Ella miraba por la ventana como si tal cosa, mientras yo me quedé plantado en medio del salón esperando a que aflojara la cuerda. Al cabo de un rato se encogió de hombros y me dijo que se tenía que ir. Yo también me tuve que ir.
La otra era una señora mayor que por lo visto llevaba 50 años viviendo en el pueblo a la que yo nunca había visto incluso antes de ir siempre mirando al suelo. Tenía cara de buena persona. Tenía las manos y el cuello arrugados como nueces. Tenía la casa llena de velas y santos y había bombones en cada estante. Me dijo que las clases eran 7 € la hora. Le dije que necesitaba pensarlo. Me dejó coger dos bombones. Le di las gracias y me fui.
Llegué a casa, me metí en cama y pasé toda la noche pensando.
Al día siguiente empecé con Lian.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Un minuto de silencio

Ayer fui al estadio. Hacía un año que no iba.
Han puesto videomarcadores nuevos y han pintado las gradas con el escudo del equipo. Además, las bancadas de piedra que antes se extendían por todo lo que no fuera la tribuna principal han sido sustituidas por butacas individuales. Tampoco el palco de autoridades era igual. Lo han ampliado, y le han puesto un pequeño foso alrededor para separarlo del resto de los aficionados.
Y el césped. El césped está mucho mejor, adónde vamos a parar. Ya no hay las calvas de antes y, por lo visto, filtra el agua mucho mejor, ya no se encharca ni nada.
Se había muerto el padre de un defensa y una voz por megafonía nos pidió que nos pusiéramos de pie y guardásemos un minuto de silencio. Es una fórmula muy trillada, la verdad. Pero a mí me gusta el silencio así que fui de los primeros en ponerme de pie.
Todos nos pusimos de pie, los locos, los cuerdos, las putas, los políticos, el que vende los bocadillos, los de traje y corbata, los descamisados, los becados, los pijos, los que cotizan, los que no cotizan, los que van a misa, los que no, los que beben Coca-Cola, los que beben Pepsi, las que lavan más blanco, los que se han ido de vacaciones este verano y los que hace cinco años que no se van. Allí todo el mundo se levantó como si alguien fuese a bombardear el estadio si no lo hiciésemos.
A mi alrededor no había más que cabezas bajas mirando al hormigón, con las manos atrás, y en los videomarcadores aparecían las caras compungidas de los jugadores, con sus pechos de acero y sus bíceps de gladiador, digo yo que pensando en la vida, en la muerte, de dónde venimos, a dónde vamos, qué hacemos aquí, por qué se tuvo que morir ese hombre, si nos estaría mirando desde el cielo, porque seguro que está allí. La cámara se detuvo en el defensa huérfano, se oyó algún aplauso aislado. Empezó a llover levemente, como si llorase el cielo y las nubes dejaron paso a la luna creciente mientras una bandada de pájaros sobrevolaba el campo.
Entonces el locutor interrumpió con un "gracias a todos". El árbitro pitó y todos volvimos a nuestro rollo.

sábado, 20 de julio de 2013

dentro de poco, muy poco

Esta mañana me he levantado diferente. Como las otras veces antes. Ya ni me acordaba. Pensé...pensé que todo aquello había pasado. Pero no. Presento síntomas. Otra vez. Primero fue el olor a chocolate espeso y avellana que venía del pasillo. Sabía que era imposible pero aun así me levanté, con cuidado de no despertar a Inge. El aroma me llevó hasta el rellano. Era tan delicioso, era como tenerlo delante, en la punta de la lengua. No había nadie. Sólo el retazo de la luz de emergencia.
Luego vino la música, de violín. Un solo. Qué maravilla. Abrí la ventana pero la calle estaba desierta.
En el trabajo metí la mano en la trituradora de papel y me llevó un dedo. Sentí el dolor. No fue agradable pero mereció la pena, ya lo creo.
Me vine arriba, definitivamente. Corté unas rosas del campo y se las di a Inge en cuanto entró por la puerta. La agarré del brazo y la llevé a cenar al otro lado de la ciudad a uno de esos sitios...ya sabéis. Le dije que era preciosa como una mañana de primavera y le recité un poema. Se tapó el rostro con las manos. No deberías hablar así, dijo azorada, ni siquiera en un sitio como este. Luego le conté lo del chocolate, y lo del violín, no pude evitarlo.


Mañana iremos a ver a su hermana. Es médico. Las otras veces me fue bien. Tiene las pastillas adecuadas. Las azules. Las tiene que sacar a escondidas. Normalmente te internan si tienes que tomarlas. Pero Inge no quiere eso. El internado está en las afueras y muy, muy mal comunicado. Sería ineficiente tener que ir allí cada dos por tres. Eso piensa. Además está casi vacío. Ya nadie va. Nadie lo necesita.
En la cama, antes de apagar la luz, le he preguntado si me quiere. Ella se ha llevado la mano a la boca y se ha reído. Luego se ha dado la vuelta y ha apagado la luz.



domingo, 30 de junio de 2013

Cosas que sé de ti


Seguro no hay nada. Pero eso ya lo sabes tú bien. Lo has aprendido poco a poco, con la tenacidad de un caracol. Pensabas que tus padres estarían ahí para siempre, que siempre habría alguien para arroparte por las noches. Te habían asegurado que después de la tempestad viene la calma, que no hay mal que cien años dure, que ya verás, tú tranquilo que todo se arreglará, que Dios aprieta pero no ahoga, que no ha llovido nunca que no escampe.
Pero hay vidas en las que siempre está lloviendo. Vidas empapadas. No es culpa de uno, a veces es de esa lluvia fina que no se nota mientras cae. Pasan cien años y sigue cayendo. Gota a gota.
 
Quieres arreglarlo y das un giro inesperado, tomas un riesgo, ¿a ver qué pasa, no? Hasta que la muerte os separé, lo juraste una vez, se lo juraste a Sandra, y eso era para siempre, porque lo juraste delante de un cura, y eso ya se sabe, es como es. Pero tú qué sabías. Te fiaste de tus padres, y de tus tíos, todos te decían que no es bueno que el hombre esté solo. Tus amigos también lo hacían. Se juntaban unos con otros. Bajo el mismo techo, en la misma cama. Y se reproducían. Creced y multiplicaos, ¿no era eso? Te venían a la mente los conejos, con esa mirada lateral, agazapados, moviendo los dientes como una taladradora. Tu familia, tus amigos, todos lo hacían. Y Sandra estaba libre. Y tú pasabas de los treinta. Y ella también. Lo de jurar hasta la muerte te parecía un exceso casi legionario. Porque tú a Sandra, querer, querer, lo que se dice querer, para qué te vas a engañar, no la querías. Pero estaba libre, y no había muchas libres. Ya todas habían cogido su tren y allí quedabas tú, en el andén de una estación de madrugada, con el macuto al hombro. Y en cada comida familiar siempre saltaba el tema. A ver cuándo te buscas una chica y te casas que tenemos ganas de boda. Mira que te vas a quedar solo y luego a ver quién te cuida cuando seas viejo. ¿Pero tú, en qué estás pensando? Yo que creía que iba a tener nietos. Tu primo Marcos se casa este verano, qué buena chica es Lucía, mira qué bien se lo ha montado tu primo. Hasta Carlitos ya tiene novia, y solo tiene diecinueve ¿te acuerdas cuando jugabas con él al tenis? Siempre le ganabas. Y ahora mira, ya con novia.

Así que te casaste por descarte. Tampoco es tan grave. Hoy en día se vota por descarte, se premia por descarte, se despide por descarte.

Sandra también juró de cualquier manera. Tú lo sabías. Pero miraste hacia otro lado, como tantas otras veces en tu vida. Hay que hacerlo, si no sería imposible vivir. No se puede entrar al trapo siempre. Hay que aguantar. No es una buena frase, nunca lo fue. Vivir no es aguantar. Vivir es insistir. Pero insistir es más difícil. Cuesta más. Como a los caracoles acelerar. Eso sí, cuando un caracol acelera no hay quien lo pare. ¿Te acuerdas? Fue en la carretera vieja. En la aldea. De vacaciones. Cogió la línea blanca, la del bordillo, la continua, y empezó a avanzar. Te hincaste de rodillas, con la mirada a ras de suelo. Avanzaba desde su más completa indiferencia. No te miraba ni parecía tenerte miedo. A ti, que podías aplastarlo sólo por capricho.

Caracoles, parece que el mundo no va con ellos. Te gustaba ver cómo avanzaba, cómo iba logrando su objetivo, poco a poco, sí, es verdad, con una lentitud desquiciante pero con una tenacidad y un empeño encomiables. A ése no lo paraba ni Dios. Parece un chiste pero es verdad. Si un caracol quiere llegar a un sitio va y llega. Y ahora sé sincero ¿hace cuánto que no ves un caracol?

domingo, 23 de junio de 2013

Sospecho de mí

A veces pasan horas y horas y no veo nada. Es como cuarenta días y cuarenta noches en el desierto. Y me pregunto si valgo para esto, si no soy otra farsa más, otra gota en la lluvia, una hoja caída en cualquier otoño.
Me dan ganas de morirme de un ataque de mocos. Pero nunca pasa. Eso es el purgatorio. Lo repito porque hay quien dice que me parezco a Carver y no quisiera despistar a media audiencia. Repito, el purgatorio es querer morirse, a ser posible de un ataque de mocos, y pasan las horas y no te mueres. Eso es el purgatorio. Dante no tenía ni idea, nunca la tuvo, a él siempre se le ocurría algo. Es desesperante.

Cojo una libreta para anotar el más mínimo cambio. Me bebo un litro de amoniaco. Sigo sin mostrar síntomas. Todas las constantes vitales permanecen sobrias. Si al menos tuviese una convulsión, no sé, ganas de pegarme un tiro o algo.

Me doy una vuelta por Internet a ver quién hay. No veo más que millones de blogs, revistas literarias a tutiplén, trillones de editoriales (hasta las hay dispuestas a que publiques lo que te salga del chirli siempre que pagues tú), la gilipollez se ha democratizado, el purgatorio se ha llenado de estiércol.

Y yo voy y me abro una página en Facebook,  a ver si se me abren las venas. Y allí estamos todos, atrapados como moscas en esa gran tela de araña, globalizados, guapos, con las mejores fotos. Pon tu peli favorita, y tu serie, y tu música, y tus libros (aunque no los hayas leído), y tus vacaciones en Italia, y en Mallorca, y en Tenerife, y en Pamplona, y en Getafe, y en Gandía; y cuando eras pequeño, ahí, con el cubo y la pala, cuando no te importaba enseñar el pajarito, y tu fecha de nacimiento, y dónde vives, y en qué colegio te hiciste cómplice de todo esto, y el bar donde la conociste. Marta.
Y pon en qué estás pensando ahora, y venga vamos tío qué haces ahí parado que no firmas contra alguna guerra de ésas de por ahí a tomar por culo, vamos hombre que ahora sólo es un click. Vamos dale, es sólo un click. ¿Lo ves? Ya está. Tranquilo ya pasó. Era sólo un click. Bienvenido, escribe tu email y contraseña.

Pero dónde coño he metido el amoniaco.



martes, 18 de junio de 2013

Mientras el sol se esconde

Andar bajo la lluvia tiene sus ventajas. La primera es que vas solo, ¿verdad? No tienes que pararte con nadie que no te apetezca pararte. No tienes que hablar cuando no quieres, ni echarte a un lado, ni siquiera tienes que poner buena cara si no quieres. Vas suelto, como un perro sin correa. A Sandra no le gusta la lluvia, ni siquiera a través de los cristales. Si le sorprende la más mínima llovizna se te adelanta y se mete en un portal. Al principio no le diste importancia, es lo normal, a casi nadie le gusta andar bajo la lluvia, es incómodo, como que te desgastas, parece que te derrites, que te van a tener que buscar disuelto en cualquier charco. Luego, poco a poco, fue una de tantas y tantas cosas que agregar a la lista de incompatibilidades. No es grave por sí sola pero dice mucho de una persona. Lo pensaste más de una vez en esas largas caminatas mientras el orvallo te iba calando poco a poco. A alguien a quien no le gusta caminar bajo la lluvia le falta algo. No sabes dónde ni qué, le falta algo, algo sustancial, un giro de llave para abrir una puerta, una ruedecilla en el mecanismo de un reloj, un clavo en un madero.

lunes, 3 de junio de 2013

Lo olvidado

Dura lo que dura un parpadeo. Es como un fogonazo. Lo ves y ya no lo ves. Es así como escribía sus relatos. No eran relatos perfectos, ni mucho menos. No eran precisos, ni tenían una estructura digna de comentar en un taller de escritura. Sus cuentos estaban llenos de jirones. Los personajes entraban en escena con los mocos colgando, o con una pierna más grande que la otra, o a medio peinar, siempre in media res, viniendo de un sitio y yendo a otro. Jo, era una locura.
Sus relatos reflejaban sed de intensidad, sed de una agua que no se bebe, anhelo de una cura que no llega nunca.
Escribía de tardes vacías, del espacio entre líneas, de lo que está y no se ve. Bebía el vino de los derrotados en tabernas oscuras. El tiempo le dibujó en la cara el aspecto de un libro salvado de un incendio.
Apuró el vaso. Miró la hora. Dejó una moneda en la mesa, salió por la puerta y se alejó. Sin que a nadie le importara nada.

miércoles, 29 de mayo de 2013

MARY JANE

Anoche fui a casa de Mary Jane. Quería darle una sorpresa aprovechando que tenía que visitar a un amigo que vive dos calles más abajo. Esas cosas son importantes en una relación. Los pequeños detalles. Si no fuera por ellos muchas parejas se irían al traste. Tuve que subir andando porque el ascensor no funcionaba. Son cinco pisos pero ya que estaba allí no me iba a ir por esa tontería. Tenía unas ganas locas de verla.
Llamé al timbre varias veces pero no me abría nadie. Es curioso porque desde la calle me había parecido ver luz. Me pegué a la puerta como una lapa. Pero no oí nada. Probé con los nudillos y la llamé por su nombre varias veces. Lo intenté con el timbre otra vez. Era muy extraño porque Mary Jane siempre está en casa a esas horas. Una señora gorda y con rulos abrió la puerta del apartamento de enfrente. Me miró como si me hubiese comido su manteca de cacahuete y luego cerró de un portazo y echó la cadena. 
Fue una verdadera lástima. Con lo que me gustan a mí los detalles. Ya me iba cuando me pareció oír unos pasos leves, sordos, al otro lado de la puerta, como un gato andando por una alfombra. Quizá era Mary Jane que salía de la ducha, sí, eso me imaginé. Me abalancé sobre la puerta. Dije su nombre. Dos veces. Nada, ahora ya no oía nada. Debió de ser mi imaginación. Decidí marcharme. Fue una pena.
La conocí en un Café. Yo estaba sentado en un rincón con una botella de Cutty Sark. Me había metido en un lío bien gordo y estaba meditando cómo salir de él. No sé cuánto tiempo llevaba ella en la mesa del fondo porque no levanté la mirada en mucho tiempo. Ya sabéis. Pero cuando lo hice fue amor a primera vista. Ya sé que suena muy cursi pero así fue. Vi sus ojos de caramelo bañados en aquella melena caoba y eché a volar.
Al principio pensé que estaría esperando a alguien o algo así. Pero no llegó nadie. Y su batido de frutas se consumía rápidamente. Reconozco que me estaba derritiendo por dentro. Nuestras miradas se cruzaron un par de veces, eran coincidencias clandestinas, un poco vergonzosas a decir verdad. A la cuarta nos reímos, y vino hacia mí. -¿Me invitas?- preguntó señalando el Cutty con el índice. Y luego vino todo lo demás.
Desde entonces ha pasado un año. Un año maravilloso. Me ha cambiado la vida. Yo antes vivía solo y me apañaba bien. Cuando uno vive solo apañárselas es lo más que puede hacer. No se puede ser feliz. Tiene sus ventajas, sí, sí, pero no es lo mismo. Ya no puedo ni imaginarme la vida sin Mary Jane.
Dios, si yo perdiese a Mary Jane me volvería loco.  El amor va y viene, eso es verdad. Y cuando se va es jodido, sí señor, es muy jodido. Yo lo sé. En el instituto me enamoré por primera vez. Tenía quince años pero no fue un amor de adolescente. No, fue un amor real, de verdad, mi primer amor. Ella no se enamoró de mí. Era demasiado bonita para eso. Yo le escribía sonetos, muy currados, y se los metía entre los apuntes cuando ella no estaba en su sitio. ¿Habéis escrito alguna vez un soneto de amor? Es realmente difícil. Una tarea de chinos. Le escribí cientos. No había día que no se encontrará con uno en la cajonera. Solía esperarla al final de clase para invitarla a un refresco. Siempre decía que no. A veces la llamaba por teléfono y colgaba, sólo por oír su voz un instante. En el recreo procuraba ir con ella, aunque no siempre lo conseguía porque sus amigas la rodeaban y no la dejaban en paz, parecían sus escoltas. Hasta me amenazaron. Que si me acercaba otra vez llamarían a la policía. Eso dijeron. Estaban locas. Yo qué sé. Al año siguiente se cambió de colegio y ya no volví a verla más.

lunes, 6 de mayo de 2013

RENUNCIA


Está delante del espejo, contemplándose, sin mirarse a los ojos. Rastrea el pelo con las manos. Juega con él, arriba y abajo, dócil, sin apenas resistencia. Sus dedos se deslizan suavemente hasta tocar la piel, aún la siente temblar.
Le cuesta respirar. No encuentra el ritmo. Se para. Empieza otra vez. Uno, dos. Ahora mejor.
Nota como su cuerpo se esponja y le resbala por la camiseta, también por la falda a medio caer. Siente una                    náusea.Aguanta.
Coge la maquinilla. Se agarra la cabeza. El zumbido eléctrico de un  millón de abejas le arrasa los oídos. Se inclina a un lado. Baja la mirada, al lavabo. Y ve cómo se posan, destrozados, sus retazos, los pétalos ajados de una rosa muerta.
Está delante del espejo, contemplándose, mirándose a los ojos.
No tiembla.
Ya no la tocarán más.

miércoles, 1 de mayo de 2013

SED DE ESCRIBIR

Yo es que soy muy vago. Los tengo a todos engañados. Cuando era pequeño sacaba las mejores notas de la clase, incluso en la universidad destacaba. Todavía me tienen por un crack.
Confieso que escribir es la única cosa que me sienta bien. He probado muchas, pero sólo escribir ha calmado mi sed de venganza. 
Escribir es como las judías verdes. No me gusta pero me sienta bien. Quiero decir que a mí las judías me producen el mismo placer que beber un litro de amoniaco pero, al contrario que un litro de amoniaco, las judías hacen que mejore y me aportan nutrientes que no sé cómo pero me ayudan a vivir mejor. El médico siempre me pregunta, ¿come usted verduras? Será por algo, ¿no?
Y sí, lo confieso, no me gusta escribir. ¿A quién le gusta estar encerrado en un cuarto pergeñando cien o doscientos folios que lo más normal es que nadie salvo él los lea? Hay que estar muy mal. Yo escribo porque no me encuentro bien. Es evidente. No estoy bien. Si lo estuviera ahora mismo plegaría el portátil y me iría a ver si hay alguna despistada en la barra de un bar, o una de ésas de gafas y pelo recogido que pululan por las librerías y tanto morbo dan. (esto último no me lo tengáis en cuenta, ¿vale?).
No me gusta escribir pero lo necesito. Es un vicio. No os preocupéis, tengo más. Si sólo tuviera uno sería muy peligroso. Sí, tener sólo un vicio da demasiados problemas. Sabéis por qué, ¿no?
A mí lo que me gusta es imaginar cosas. Si se escribieran automáticamente a la vez que las imagino sería bestial. 
Sí, escribir es una tarea penosa. Cuesta mucho porque vale mucho. Si alguien me dice que se lo pasa pipa escribiendo no creo que leyese nada suyo. Probablemente no valdría la pena. No, no creo que su manuscrito sobreviviese en mis manos más allá de la quinta línea. Si es que enseguida se nota.
Leer también cuesta, y es arriesgado. Uno abre una novela y se lleva un arañazo. Una buena, digo, ¿a que sí?
Escribir es tener sed, y leer también.
"Tuve sed, y me disteis de beber", amigo, qué gran frase.

sábado, 27 de abril de 2013

FOTOGRAFIADO


Madre no hay más que una. A veces ninguna. Yo no tengo. Murió en el parto. Yo salí a la luz y ella dejó de verla. No avisé. Estábamos solos en casa. Ella leyendo Yo, no sé. Faltaban siete días para salir de cuentas. Mi padre daba un simposio en la universidad a alumnos de segundo:”Técnicas de reanimación cardiovascular”, cuando llegó al hospital todo había terminado. Mi hermano estaba en el colegio. Me saca nueve años, ya sabía cosas. Yo sólo sabía llorar.
No tengo fotos con mi madre. No hubo tiempo. Apenas coincidimos unos minutos. Los que tardó la hemorragia en llevársela. Sus fotos están en el fondo del armario. Las hay mate y con brillo. De diez por quince. Por detrás fecha y lugar, y de fondo, como una marca de agua, el nombre de la empresa que revela. Mi madre el día de su boda vistiéndose en casa de la abuela; mi madre con mi padre en los Alpes durante la luna de miel; mi madre en París con mi padre y un matrimonio amigo; mi madre con mi padre y mi hermano el día de su bautizo, mi madre con mi padre y mi hermano un día de Halloween (los tres van de vampiros, el de mi padre especialmente logrado), hay más días de Halloween; mi madre con mi padre y mi hermano el día que mi hermano aprendió a nadar (lo pone por detrás); mi madre con mi padre y mi hermano el día en que mi hermano debutaba en una obra de teatro en el colegio; mi madre con mi padre y mi hermano en Disneylandia (tienen en la cara la sonrisa espontánea de la felicidad).
Hay cientos de fotos. Están agrupadas por sobres. Cada sobre de un año. Uno es más delgado; el padre Benjamín me echa el agua por encima mientras mi tío Manuel me sujeta en brazos. Es la primera. Yo en mi bautizo. Yo a gatas. Yo con mi osito Teddy. Yo en los columpios. Yo con mi padre y mi hermano en Nochebuena (sólo yo digo patata). Parecía una niña, tan rubio.
Si salgo yo, no sale mi madre. Si sale mi madre, no salgo yo.
No me gustan las fotos. Nunca me gustaron. Casi no me hago. A veces hay compromisos y no queda más remedio. Siempre hay alguien que quiere hacer una foto. No sé por qué demonios. Se creen muy guapos, o pensarán que se van a morir al día siguiente, no lo sé. Cuando alguien propone hacer una foto cojo la cámara enseguida y les digo que griten patata. Pero siempre hay alguien que se empeña y dice “ahora ponte tú”.
La cámara que tenemos todavía es analógica. Lo que quiero decir es que es de las de antes, que no es digital. Lo de analógica queda muy bonito, pero nada más. Mi padre es muy cerrado. No le gustan las cosas nuevas. Desconfía de ellas. Las mira como si fuesen algas gigantes a punto de comerlo. Ni siquiera tenemos microondas. Sólo tiene el móvil del trabajo. Cuelga y descuelga. No le mandes un mensaje que no lo va a leer. Su único correo electrónico es el del trabajo. Volviendo a las fotos: aún conserva una Polaroid. Ahí la tenemos, de adorno, en el salón. Parece un atrezzo de una peli de los años 50.
Nina dice que las fotos se hacen para no olvidar. Dice que cuando seamos mayores nos gustará recordar lo que hicimos de pequeños, que recordar es volver a vivir. Yo no lo creo. Creo que los recuerdos no son más que pura ficción porque nada ni nadie está a la altura de sus recuerdos. Quiero decir que las cosas nunca ocurrieron como las recordamos. Sobre todo los chicos. Hablo de los chicos. Lo que les pasa a las chicas por la cabeza es otra historia. Dice Nina que su primer recuerdo es de cuando tenía tres años. Yo le digo que eso no es posible pero ella sabe que sí porque estaba en párvulos y la profesora Mari Paz le preguntó cuántos años tenía y ella dijo claramente “tes”, enseñándole la mano con tres dedos abiertos.
Tengo una memoria muy inteligente, sólo recuerdo las cosas importantes, las cosas que hay que retener, y olvido todas las demás no importa cuándo ni cómo hayan ocurrido. Por ejemplo, no tengo ni idea de lo que he comido hoy pero recuerdo que anoche bajé con cuidado la taza del váter después de mear, y había meado por dentro, sin echar una sola gota fuera. A eso me refiero. Sólo recuerdo las cosas significativas, las cosas que te marcan,  las que definen quién eres y cómo estás en el mundo.

miércoles, 24 de abril de 2013

TODOS TENEMOS UN PASADO


Cuando me paro a pensar en las cosas que hacía antes de escribir me pregunto cómo me las apañé para sobrevivir tanto tiempo.
 Es verdad que si uno no escribe no pasa nada, pero si escribe sí que pasan cosas. Jo si pasan. Aunque más que en escribir, la cosa empieza en leer. 
Cuando era niño no pensaba más que en correr y saltar. Lo único que leía eran los Mortadelos, y los tebeos de los Vengadores; y siempre después de jugar al fútbol o al recate todo el santo día, con las sandalias llenas de barro y los pantalones rotos  por las rodillas. Luego, de chaval, en el instituto y todo eso, me convertí en un jodido empollón. Me lo chapaba todo, y en la clase de lengua devoraba los libros que me mandaban leer. Pero lo hacía sin ninguna sensibilidad. Lo hacía por sacar un diez y por nada más. 
Tenía un profesor que era un pesado y nos mandaba lecturas cada dos por tres, y, coño, siempre de los mismos. Me importaba un pepino que Don Quijote confundiera a Aldonza con Dulcinea, que Lope dijese que el amor era algo así como volver el rostro al claro desengaño o beber veneno por licor suave, ni entendía por qué narices Garcilaso enredaba en las ropas de su Isabel perdida sollozando aquello de oh dulces prendas por mi mal halladas, dulces y alegres cuando Dios quería. Era, jo, un empollón estéril. En mi defensa diré que cuando uno es niño no  sabe nada de lances de amor ni le alcanza el sentido para nada que no sea jugar, correr y saltar. Pero mi defensa me interesa poco así que no seguiré por ahí.
Aquel profesor estaba mucho más cerca de la tumba que de la cuna, pero eso no le impedía darnos la clase con una ilusión y un vigor incontestables. Lástima que en aquellos días ni yo ni mis compañeros supiésemos apreciar nada de eso. Ya veréis, ya veréis, decía, el día de mañana os acordaréis de estos sonetos, y si no, peor para vosotros.
El buen hombre seguro que está ahora chupando gladiolos en cualquier camposanto de Navarra, era de allí, pero el tío sirvió para algo, y eso ya es mucho.
Pasaron los años, me fui a la universidad. Había un montón de tías y eso, y me atonté mucho más. Jo, mucho más. Y no leía más que fórmulas y teorías económicas, cosas muy, muy prácticas, pero completamente inservibles.  Y pasaban los días y las noches, y conseguí mi primer trabajo y no pasaba nada, y luego el segundo, y el tercero y tampoco pasaba nada. No sé, nunca pasaba nada, lo digo en serio.
Y ya no me acuerdo bien, pero creo que fue un día mirando la calle detrás de los visillos, aquellos chavales jugando en el parque al lado de mi ventana... y... joder, no sé, no me acuerdo bien, chapoteaban en los charcos y no les importaba, y la pelota blanca y negra iba de un lado a otro y ellos también, con los calcetines llenos de barro... y el chico aquel, el portero, frotándose las manos llenas de mierda en los pantalones de tergal... y luego pasó aquella pareja cogida de la mano... y no sé qué me pasó pero me entraron unas ganas tremendísimas de bajar a la calle.
La pelota rodaba entre las sandalias de los chavales. Gritaban como animales. Uno de ellos, el de la cicatriz en la mejilla, me devolvió la mirada. Y me dio por bajar. Jo, no sé por qué. Y eché a andar. Y como era otoño no había más que árboles calvos y el paisaje yermo de la alameda. Fui y volví sin que a nadie le importase un carajo. Luego, ya en casa, me entraron unas ganas descomunales de llorar, y cuando me iba a poner miré a la estantería y encontré El Lazarillo de Tormes, y me acordé de mi profesor. También había cosas de Quevedo y claro, El Quijote. Y empecé a leer. Jo, y luego no podía parar. Lo intenté, lo juro, pero no me salía. Lo peor fue encontrar los sonetos de Lope, no me dejaron dormir en toda la noche. Era todo rarísimo, en serio. Y al poco me entraron ganas de escribir a mí también.
Me apunté a un taller de novela y todo eso. Y empecé a escribir. Primero con mucha desconfianza. Una letra, luego otra, y fui juntando. Me acordé del comienzo del Evangelio de San Juan, ése que dice que al principio sólo había aquel que es  la Palabra. Así, con mayúsculas. Jo, ¿por qué dijo la Palabra? Podía haber dicho , no sé, la luz, o la oscuridad, o las estrellas, o el viento. Pero no, dijo, la Palabra. Y me pregunté si es que entonces estamos todo hechos de palabras, si lo que corre por mis venas no son más que palabras, y si la estructura de mi piel no es más que un cúmulo de palabras. Palabras, palabras, palabras, ya lo decía Hamlet. Claro, eso es. Shakespeare. No somos más que palabras. Y una palabra me llevó a la otra y a otra más, y así hasta hacer una novela. Y encontré un incauto que me la publicó y todo eso. Y vas a El Corte Inglés y a La Casa del Libro y te ves allí, y al principio quieres salir corriendo del miedo que te entra. Pero a veces te quedas, a ver si alguien va y coge tu libro. Pero eso ya no tiene nada que ver con escribir. Eso ya es pura soberbia y nada más. Se cura enseguida. No tienes más que leer otra vez a los buenos de verdad y se te quita la tontería en medio segundo, eso si no te has vuelto completamente imbécil, que también puede pasar.
Así que, bueno, cuando pienso en lo que hacía antes de escribir, aparte de mi profesor de lengua y las sandalias llenas de barro y todos aquellos versos mal leídos, no tengo mucho más que contar sin haceros perder el tiempo.
Mi colección de momentos crece, jo como crece, a partir de aquellas primeras palabras escritas con un mínimo de intención. El momento que más me viene a la cabeza cuando escribo es el del submarino. Sí, no sé qué coño pasa, que cuando escribo siempre aparece un submarino. Nunca lo pongo en la página, porque no escribo de submarinos, pero lo tengo en la cabeza todo el día. Fue en una conferencia de estas que dan los que saben más que tú. Y alguien dijo algo así como “cuando se escribe, hay que ir siempre en submarino”. Jo, y es verdad. Es lo más divertido de escribir: ir en submarino. Cuando vas en submarino eres indetectable. Eso de que nadie te vea es la leche. Luego activas el sonar y ves con los ojos cerrados. Es increíble las cosas que se ven con los ojos cerrados ahí abajo, os lo juro. A veces también se pasa un poco mal. Porque para escribir algo decente hay que bajar mucho. Y llega un momento en que el submarino empieza a crujir. Y a veces da miedo. Las tuberías se desgarran , las paredes se contraen, aparece un tío gritando que dice que hay una vía de agua no sé dónde; luego viene otro y grita lo mismo. Y la tripulación te mira raro, pero tú ahí, con un par, con los ojos fijos en un punto concretísimo de la carta de navegación. Las cartas de navegación suelen estar bien hechas, es bueno fiarse de ellas, sobre todo si no eres muy listo. Es justo ahí, cuando todo está a punto de estallar, cuando vienen las mejores palabras. Porque sí, sí, todo el mundo tiene unas ideas cojonudas para escribir una novela, pero las novelas no están hechas de ideas sino de palabras, y ésas, en mis sueños, siempre aparecen en el momento en que está todo a punto de estallar.
Lo peor es el destructor, ese monstruo de acero que hay en todas las historias que merecen ser contadas. Siempre te detecta, y cuando andas sumergido las cargas de profundidad sientan fatal, en serio; dejan el submarino todo revuelto: el instrumental por los suelos, más vías de agua, vómitos, mareos, mamá sácame de aquí. Luego el monstruo hace que se va y puedes salir arriba, a profundidad de disparo, y soltar un par de torpedos. Pero tenlo claro: al monstruo de las novelas los torpedos le hacen cosquillas. Nunca ganas. Nunca, nunca.
O el submarino o el circo. No hay otra cosa. Jo, el circo es muy divertido. Yo iba antes. Ahora procuro no ir. A mí el circo me gustaba cuando llevaba sandalias y me manchaba de barro con la pelota blanca y negra. Jo, y es que la página en blanco es para algunos eso: una inmensa pista de circo donde los trapecistas ejecutan sus números con una precisión maquinal. Se sueltan del trapecio, dan vueltas en el aire y acaban en los brazos de otro trapecista que volaba por allí, todo muy calculado; compás, escuadra y cartabón. Y luego están también los que se pasean por una cuerda finísima con una barra horizontal en las manos para guardar el equilibrio y resina en las zapatillas para parar un tren. Jo, qué difícil parece. Pero un día me dio por dejar de mirar hacia arriba, a los trapecios y a la cuerda, y bajé la cabeza un poco. Y entonces vi la red. Jo, siempre hay una red. Y me enfadé mucho, de verdad.  Salí de la carpa y me fui al muelle, a ver los submarinos. Allí no va casi nadie, pero molan. Jo, cómo molan.
                                         

miércoles, 17 de abril de 2013

A FONDO HACIA NINGUNA PARTE



Cuando llegaste a casa aún temblabas, lo notaste al meter la llave en la cerradura. Ni siquiera comiste. Cogiste el coche y te pusiste en ruta. Sintonizaste Radio Nacional Clásica y Mahler te acompañó en tu transición a ninguna parte.
Viajar sin rumbo, a lo que toque, es una metáfora de la vida. De una vida que pendula en el alambre. Sólo quieres carretera. Asfalto y cielo azul que se corta con el horizonte lejano. Pisas el acelerador. Huyes de la muerte acercándote a ella. Ruges sobre el alquitrán. La línea discontinua se convierte en continua. Los árboles se hacen uno. Ignoras los desvíos. La línea recta es el camino más corto ente dos puntos. Eso te enseñaron, y no es fácil desaprender, más cuando se va deprisa. Cambias de emisora, Highway to Hell, nada mejor, Angus grita “Hey Mama, look at me. I am on my way to the promise land” y tú le pisas solo un poco más. Es todo lo que tienes que hacer. Nada es más fácil que correr por el camino que no lleva a ninguna parte. Nada es más fácil cuando te han dicho que no tantas veces. Si no hubiese más que una línea recta irías por ella hasta el infierno, es sólo dejarse llevar. Pero sabías que te quedaban cosas por hacer, todavía no había sonado la campana y pensaste que el siguiente asalto sería el tuyo.
Cuando la noche llegó tenías los codos apoyados en la barra de un bar de carretera. No había más que camioneros, ninguno llevaba botas ni sombrero tejano como esos de las películas, la camarera se llamaba Concha, y en los bares de carretera españoles no hay mesa de billar.

domingo, 14 de abril de 2013

PERSONAJES Y PERSONAS

Una de las respuestas más comunes que he escuchado a esta pregunta es algo así como: las personas pertenecen a la realidad y los personajes son cosa de la ficción.
Aparentemente dicha afirmación cuela bastante bien pero si empiezas a rascar no aguanta un mínimo análisis.
Pensemos en nosotros mismos y en lo que hacemos a diario. ¿Acaso no nos pasamos el día interpretando papeles?, ¿no somos diferentes personajes a lo largo del día? Uno se comporta de una manera cuando está con sus padres que cuando está con su pareja, o con un amigo u otro, incluso que cuando está solo. En el trabajo, en la calle, en el bar, de compras.... ¿no nos pasamos el día interpretando?
Como decían Shakespeare o Calderón y antes ya los griegos el mundo es un escenario, un teatro donde cada uno representa su papel.
Si esto es así, si todos somos personajes, ¿dónde está la persona? Probablemente la persona es esa parte de nosotros que se esconde muy, muy adentro, agazapada en algún lugar inexpugnable de nuestra condición. Es eso a quien escribimos nuestras novelas, nuestros cuentos; esa parte del lector a la que apelamos, a la que queremos llegar a toda costa, algo que no se manifiesta nunca pero que está siempre, en cada uno de nosotros.
La realidad está, pues, llena de personajes. No es, por tanto, el personaje, un concepto de la ficción como pueda serlo la verosimilitud, por poner un ejemplo rápido. El gran misterio, en mi opinión, es la persona, y es, desde luego, la diana que lleva el lector pintada en el pecho y en la que, como escritor, tengo que acertar  con mi novela.

REFLEJOS


¿Lo has hecho alguna vez? Mirarte en el espejo. Durante mucho, mucho tiempo. No por la noche, con velas ni susurrando una cantinela de película de miedo, no; a plena luz del día, mientras te cepillas los dientes o te las lavas la piel. Delante del espejo, te observas. Y ves que algo no va bien. Dejas de frotar, cortas el agua, apagas la radio. Escrutas, en silencio. Tú solo, contigo, en el espejo. Aguanta la mirada, atrévete, aguanta la mirada.
Da miedo, ¿a que sí?