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domingo, 30 de junio de 2013

Cosas que sé de ti


Seguro no hay nada. Pero eso ya lo sabes tú bien. Lo has aprendido poco a poco, con la tenacidad de un caracol. Pensabas que tus padres estarían ahí para siempre, que siempre habría alguien para arroparte por las noches. Te habían asegurado que después de la tempestad viene la calma, que no hay mal que cien años dure, que ya verás, tú tranquilo que todo se arreglará, que Dios aprieta pero no ahoga, que no ha llovido nunca que no escampe.
Pero hay vidas en las que siempre está lloviendo. Vidas empapadas. No es culpa de uno, a veces es de esa lluvia fina que no se nota mientras cae. Pasan cien años y sigue cayendo. Gota a gota.
 
Quieres arreglarlo y das un giro inesperado, tomas un riesgo, ¿a ver qué pasa, no? Hasta que la muerte os separé, lo juraste una vez, se lo juraste a Sandra, y eso era para siempre, porque lo juraste delante de un cura, y eso ya se sabe, es como es. Pero tú qué sabías. Te fiaste de tus padres, y de tus tíos, todos te decían que no es bueno que el hombre esté solo. Tus amigos también lo hacían. Se juntaban unos con otros. Bajo el mismo techo, en la misma cama. Y se reproducían. Creced y multiplicaos, ¿no era eso? Te venían a la mente los conejos, con esa mirada lateral, agazapados, moviendo los dientes como una taladradora. Tu familia, tus amigos, todos lo hacían. Y Sandra estaba libre. Y tú pasabas de los treinta. Y ella también. Lo de jurar hasta la muerte te parecía un exceso casi legionario. Porque tú a Sandra, querer, querer, lo que se dice querer, para qué te vas a engañar, no la querías. Pero estaba libre, y no había muchas libres. Ya todas habían cogido su tren y allí quedabas tú, en el andén de una estación de madrugada, con el macuto al hombro. Y en cada comida familiar siempre saltaba el tema. A ver cuándo te buscas una chica y te casas que tenemos ganas de boda. Mira que te vas a quedar solo y luego a ver quién te cuida cuando seas viejo. ¿Pero tú, en qué estás pensando? Yo que creía que iba a tener nietos. Tu primo Marcos se casa este verano, qué buena chica es Lucía, mira qué bien se lo ha montado tu primo. Hasta Carlitos ya tiene novia, y solo tiene diecinueve ¿te acuerdas cuando jugabas con él al tenis? Siempre le ganabas. Y ahora mira, ya con novia.

Así que te casaste por descarte. Tampoco es tan grave. Hoy en día se vota por descarte, se premia por descarte, se despide por descarte.

Sandra también juró de cualquier manera. Tú lo sabías. Pero miraste hacia otro lado, como tantas otras veces en tu vida. Hay que hacerlo, si no sería imposible vivir. No se puede entrar al trapo siempre. Hay que aguantar. No es una buena frase, nunca lo fue. Vivir no es aguantar. Vivir es insistir. Pero insistir es más difícil. Cuesta más. Como a los caracoles acelerar. Eso sí, cuando un caracol acelera no hay quien lo pare. ¿Te acuerdas? Fue en la carretera vieja. En la aldea. De vacaciones. Cogió la línea blanca, la del bordillo, la continua, y empezó a avanzar. Te hincaste de rodillas, con la mirada a ras de suelo. Avanzaba desde su más completa indiferencia. No te miraba ni parecía tenerte miedo. A ti, que podías aplastarlo sólo por capricho.

Caracoles, parece que el mundo no va con ellos. Te gustaba ver cómo avanzaba, cómo iba logrando su objetivo, poco a poco, sí, es verdad, con una lentitud desquiciante pero con una tenacidad y un empeño encomiables. A ése no lo paraba ni Dios. Parece un chiste pero es verdad. Si un caracol quiere llegar a un sitio va y llega. Y ahora sé sincero ¿hace cuánto que no ves un caracol?

domingo, 23 de junio de 2013

Sospecho de mí

A veces pasan horas y horas y no veo nada. Es como cuarenta días y cuarenta noches en el desierto. Y me pregunto si valgo para esto, si no soy otra farsa más, otra gota en la lluvia, una hoja caída en cualquier otoño.
Me dan ganas de morirme de un ataque de mocos. Pero nunca pasa. Eso es el purgatorio. Lo repito porque hay quien dice que me parezco a Carver y no quisiera despistar a media audiencia. Repito, el purgatorio es querer morirse, a ser posible de un ataque de mocos, y pasan las horas y no te mueres. Eso es el purgatorio. Dante no tenía ni idea, nunca la tuvo, a él siempre se le ocurría algo. Es desesperante.

Cojo una libreta para anotar el más mínimo cambio. Me bebo un litro de amoniaco. Sigo sin mostrar síntomas. Todas las constantes vitales permanecen sobrias. Si al menos tuviese una convulsión, no sé, ganas de pegarme un tiro o algo.

Me doy una vuelta por Internet a ver quién hay. No veo más que millones de blogs, revistas literarias a tutiplén, trillones de editoriales (hasta las hay dispuestas a que publiques lo que te salga del chirli siempre que pagues tú), la gilipollez se ha democratizado, el purgatorio se ha llenado de estiércol.

Y yo voy y me abro una página en Facebook,  a ver si se me abren las venas. Y allí estamos todos, atrapados como moscas en esa gran tela de araña, globalizados, guapos, con las mejores fotos. Pon tu peli favorita, y tu serie, y tu música, y tus libros (aunque no los hayas leído), y tus vacaciones en Italia, y en Mallorca, y en Tenerife, y en Pamplona, y en Getafe, y en Gandía; y cuando eras pequeño, ahí, con el cubo y la pala, cuando no te importaba enseñar el pajarito, y tu fecha de nacimiento, y dónde vives, y en qué colegio te hiciste cómplice de todo esto, y el bar donde la conociste. Marta.
Y pon en qué estás pensando ahora, y venga vamos tío qué haces ahí parado que no firmas contra alguna guerra de ésas de por ahí a tomar por culo, vamos hombre que ahora sólo es un click. Vamos dale, es sólo un click. ¿Lo ves? Ya está. Tranquilo ya pasó. Era sólo un click. Bienvenido, escribe tu email y contraseña.

Pero dónde coño he metido el amoniaco.



martes, 18 de junio de 2013

Mientras el sol se esconde

Andar bajo la lluvia tiene sus ventajas. La primera es que vas solo, ¿verdad? No tienes que pararte con nadie que no te apetezca pararte. No tienes que hablar cuando no quieres, ni echarte a un lado, ni siquiera tienes que poner buena cara si no quieres. Vas suelto, como un perro sin correa. A Sandra no le gusta la lluvia, ni siquiera a través de los cristales. Si le sorprende la más mínima llovizna se te adelanta y se mete en un portal. Al principio no le diste importancia, es lo normal, a casi nadie le gusta andar bajo la lluvia, es incómodo, como que te desgastas, parece que te derrites, que te van a tener que buscar disuelto en cualquier charco. Luego, poco a poco, fue una de tantas y tantas cosas que agregar a la lista de incompatibilidades. No es grave por sí sola pero dice mucho de una persona. Lo pensaste más de una vez en esas largas caminatas mientras el orvallo te iba calando poco a poco. A alguien a quien no le gusta caminar bajo la lluvia le falta algo. No sabes dónde ni qué, le falta algo, algo sustancial, un giro de llave para abrir una puerta, una ruedecilla en el mecanismo de un reloj, un clavo en un madero.

lunes, 3 de junio de 2013

Lo olvidado

Dura lo que dura un parpadeo. Es como un fogonazo. Lo ves y ya no lo ves. Es así como escribía sus relatos. No eran relatos perfectos, ni mucho menos. No eran precisos, ni tenían una estructura digna de comentar en un taller de escritura. Sus cuentos estaban llenos de jirones. Los personajes entraban en escena con los mocos colgando, o con una pierna más grande que la otra, o a medio peinar, siempre in media res, viniendo de un sitio y yendo a otro. Jo, era una locura.
Sus relatos reflejaban sed de intensidad, sed de una agua que no se bebe, anhelo de una cura que no llega nunca.
Escribía de tardes vacías, del espacio entre líneas, de lo que está y no se ve. Bebía el vino de los derrotados en tabernas oscuras. El tiempo le dibujó en la cara el aspecto de un libro salvado de un incendio.
Apuró el vaso. Miró la hora. Dejó una moneda en la mesa, salió por la puerta y se alejó. Sin que a nadie le importara nada.