Seguro
no hay nada. Pero eso ya lo sabes tú bien. Lo has aprendido poco a poco, con la
tenacidad de un caracol. Pensabas que tus padres estarían ahí para siempre, que
siempre habría alguien para arroparte por las noches. Te habían asegurado que
después de la tempestad viene la calma, que no hay mal que cien años dure, que
ya verás, tú tranquilo que todo se arreglará, que Dios aprieta pero no ahoga,
que no ha llovido nunca que no escampe.
Pero
hay vidas en las que siempre está lloviendo. Vidas empapadas. No es culpa de
uno, a veces es de esa lluvia fina que no se nota mientras cae. Pasan cien años
y sigue cayendo. Gota a gota.
Así
que te casaste por descarte. Tampoco es tan grave. Hoy en día se vota por
descarte, se premia por descarte, se despide por descarte.
Sandra
también juró de cualquier manera. Tú lo sabías. Pero miraste hacia otro lado,
como tantas otras veces en tu vida. Hay que hacerlo, si no sería imposible vivir.
No se puede entrar al trapo siempre. Hay que aguantar. No es una buena frase,
nunca lo fue. Vivir no es aguantar. Vivir es insistir. Pero insistir es más
difícil. Cuesta más. Como a los caracoles acelerar. Eso sí, cuando un caracol
acelera no hay quien lo pare. ¿Te acuerdas? Fue en la carretera vieja. En la
aldea. De vacaciones. Cogió la línea blanca, la del bordillo, la continua, y
empezó a avanzar. Te hincaste de rodillas, con la mirada a ras de suelo.
Avanzaba desde su más completa indiferencia. No te miraba ni parecía tenerte
miedo. A ti, que podías aplastarlo sólo por capricho.
Caracoles,
parece que el mundo no va con ellos. Te gustaba ver cómo avanzaba, cómo iba
logrando su objetivo, poco a poco, sí, es verdad, con una lentitud desquiciante
pero con una tenacidad y un empeño encomiables. A ése no lo paraba ni Dios.
Parece un chiste pero es verdad. Si un caracol quiere llegar a un sitio va y
llega. Y ahora sé sincero ¿hace cuánto que no ves un caracol?