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miércoles, 30 de octubre de 2013

Valiente como Mercurio

Me gusta escribir pero no se puede escribir todo el rato. Ayer, por ejemplo, escribí doce horas seguidas. Luego me tomé un zumo. Me senté en el sofá y leí un poco. Hay hielo en Mercurio. La sonda Messenger lo sugiere. Hielo en Mercurio. Eso quiere decir algo, ¿no? Tan cerca del sol. Hielo. Frío. Mercurio tiene además dos amaneceres. Es por un lío de velocidades orbitales. Pero sucede. O eso parece a simple vista. Nadie está allí para verlo pero ocurre. Dos amaneceres. Todos los días. Jo.
Si en Mercurio hay hielo todo es posible. Puede que hasta estemos solos en el universo. Miles de millones de planetas y ninguno habitado. Solos. Da vértigo. A 30 kilómetros por segundo alrededor del sol. Solos, sin nadie que moleste ni dé la brasa. Hasta que un día.

Uno escribe horas y horas, sin descanso, alrededor de una idea. La idea es un agujero. No te caes, no hay por qué tener miedo. Pasas dos veces por el mismo punto. Tres. Yo ya estuve aquí, te dices. Uno escribe y escribe, de izquierda a derecha.  Coma, punto y coma. ¿Por qué escribir tanto? Quién sabe. Escribo, escribes. Nos cruzamos en el camino. Hola y adiós. O hasta luego. Te conviertes en tinta, en tinta derramada, como la sangre de los inocentes. Te conviertes en letra, y en palabra. Polvo eres, y en polvo te convertirás.

No se puede escribir todo el tiempo, no.  A veces hay que hacer concesiones. Cosas pequeñas, qué sé yo. Abrir la nevera, cepillarse los dientes, pasar el trapo a la mesa. Todo cuenta. Parece que no pero todo cuenta. Mira si no Mercurio. ¿Quién iba a decir que había hielo en Mercurio? Hay que ser chulo. Y valiente.  Seguir viviendo, orbitando. Letra a letra. Coma a coma. Día a día.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Mi profesora de chino

Fue en aquellos días en los que pasé tanta hambre. Iba por la calle con las manos enterradas en los bolsillos y la cabeza mirando al suelo. Solía caminar así durante horas, evitaba detenerme delante de los escaparates, sobre todo de esos que huelen tan bien. Llegada la hora todo me parecía comestible, el cinto, los zapatos, las farolas, las cabinas de teléfonos.
Leí en una revista que encontré en un banco del parque que lo más importante para conseguir un trabajo era saber chino. Chino. Así que me puse a ello.
Resultó que había dos profesoras de chino en mi pueblo, un pueblo de veinte mil habitantes, así que me pareció que la cosa iba en serio.
La primera era una joven estudiante de Físicas, Lian, nacida en Pekín, que se sacaba unos euros enseñando su lengua madre. Me dijo que eran 15 € la hora. Yo le dije que no pagaba nunca más de 7 € por ese tipo de clases. Ella miraba por la ventana como si tal cosa, mientras yo me quedé plantado en medio del salón esperando a que aflojara la cuerda. Al cabo de un rato se encogió de hombros y me dijo que se tenía que ir. Yo también me tuve que ir.
La otra era una señora mayor que por lo visto llevaba 50 años viviendo en el pueblo a la que yo nunca había visto incluso antes de ir siempre mirando al suelo. Tenía cara de buena persona. Tenía las manos y el cuello arrugados como nueces. Tenía la casa llena de velas y santos y había bombones en cada estante. Me dijo que las clases eran 7 € la hora. Le dije que necesitaba pensarlo. Me dejó coger dos bombones. Le di las gracias y me fui.
Llegué a casa, me metí en cama y pasé toda la noche pensando.
Al día siguiente empecé con Lian.