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miércoles, 23 de octubre de 2013

Mi profesora de chino

Fue en aquellos días en los que pasé tanta hambre. Iba por la calle con las manos enterradas en los bolsillos y la cabeza mirando al suelo. Solía caminar así durante horas, evitaba detenerme delante de los escaparates, sobre todo de esos que huelen tan bien. Llegada la hora todo me parecía comestible, el cinto, los zapatos, las farolas, las cabinas de teléfonos.
Leí en una revista que encontré en un banco del parque que lo más importante para conseguir un trabajo era saber chino. Chino. Así que me puse a ello.
Resultó que había dos profesoras de chino en mi pueblo, un pueblo de veinte mil habitantes, así que me pareció que la cosa iba en serio.
La primera era una joven estudiante de Físicas, Lian, nacida en Pekín, que se sacaba unos euros enseñando su lengua madre. Me dijo que eran 15 € la hora. Yo le dije que no pagaba nunca más de 7 € por ese tipo de clases. Ella miraba por la ventana como si tal cosa, mientras yo me quedé plantado en medio del salón esperando a que aflojara la cuerda. Al cabo de un rato se encogió de hombros y me dijo que se tenía que ir. Yo también me tuve que ir.
La otra era una señora mayor que por lo visto llevaba 50 años viviendo en el pueblo a la que yo nunca había visto incluso antes de ir siempre mirando al suelo. Tenía cara de buena persona. Tenía las manos y el cuello arrugados como nueces. Tenía la casa llena de velas y santos y había bombones en cada estante. Me dijo que las clases eran 7 € la hora. Le dije que necesitaba pensarlo. Me dejó coger dos bombones. Le di las gracias y me fui.
Llegué a casa, me metí en cama y pasé toda la noche pensando.
Al día siguiente empecé con Lian.

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