Cuando me paro a pensar en las cosas que hacía antes de escribir me
pregunto cómo me las apañé para sobrevivir tanto tiempo.
Es verdad que si uno
no escribe no pasa nada, pero si escribe sí que pasan cosas. Jo si pasan.
Aunque más que en escribir, la cosa empieza en leer.
Cuando era niño no pensaba
más que en correr y saltar. Lo único que leía eran los Mortadelos, y los tebeos
de los Vengadores; y siempre después de jugar al fútbol o al recate todo el santo
día, con las sandalias llenas de barro y los pantalones rotos por las rodillas. Luego, de chaval, en el
instituto y todo eso, me convertí en un jodido empollón. Me lo chapaba todo, y
en la clase de lengua devoraba los libros que me mandaban leer. Pero lo hacía
sin ninguna sensibilidad. Lo hacía por sacar un diez y por nada más.
Tenía un
profesor que era un pesado y nos mandaba lecturas cada dos por tres, y, coño,
siempre de los mismos. Me importaba un pepino que Don Quijote confundiera a
Aldonza con Dulcinea, que Lope dijese que el amor era algo así como volver el rostro al claro desengaño o beber veneno por licor suave, ni
entendía por qué narices Garcilaso enredaba en las ropas de su Isabel perdida
sollozando aquello de oh dulces prendas
por mi mal halladas, dulces y alegres cuando Dios quería. Era, jo, un
empollón estéril. En mi defensa diré que cuando uno es niño no sabe nada de lances de amor ni le alcanza el
sentido para nada que no sea jugar, correr y saltar. Pero mi defensa me
interesa poco así que no seguiré por ahí.
Aquel profesor estaba mucho más cerca de la tumba que de la cuna, pero
eso no le impedía darnos la clase con una ilusión y un vigor incontestables.
Lástima que en aquellos días ni yo ni mis compañeros supiésemos apreciar nada
de eso. Ya veréis, ya veréis, decía, el día de mañana os acordaréis de estos
sonetos, y si no, peor para vosotros.
El buen hombre seguro que está ahora chupando gladiolos en cualquier
camposanto de Navarra, era de allí, pero el tío sirvió para algo, y eso ya es mucho.
Pasaron los años, me fui a la universidad. Había un montón de tías y eso,
y me atonté mucho más. Jo, mucho más. Y no leía más que fórmulas y teorías
económicas, cosas muy, muy prácticas, pero completamente inservibles. Y pasaban los días y las noches, y conseguí mi
primer trabajo y no pasaba nada, y luego el segundo, y el tercero y tampoco
pasaba nada. No sé, nunca pasaba nada, lo digo en serio.
Y ya no me acuerdo bien, pero creo que fue un día mirando la calle detrás
de los visillos, aquellos chavales jugando en el parque al lado de mi
ventana... y... joder, no sé, no me acuerdo bien, chapoteaban en los charcos y
no les importaba, y la pelota blanca y negra iba de un lado a otro y ellos
también, con los calcetines llenos de barro... y el chico aquel, el portero,
frotándose las manos llenas de mierda en los pantalones de tergal... y luego
pasó aquella pareja cogida de la mano... y no sé qué me pasó pero me entraron
unas ganas tremendísimas de bajar a la calle.
La pelota rodaba entre las sandalias de los chavales. Gritaban como
animales. Uno de ellos, el de la cicatriz en la mejilla, me devolvió la mirada.
Y me dio por bajar. Jo, no sé por qué. Y eché a andar. Y como era otoño no
había más que árboles calvos y el paisaje yermo de la alameda. Fui y volví sin
que a nadie le importase un carajo. Luego, ya en casa, me entraron unas ganas
descomunales de llorar, y cuando me iba a poner miré a la estantería y encontré
El Lazarillo de Tormes, y me acordé de mi profesor. También había cosas de
Quevedo y claro, El Quijote. Y empecé a leer. Jo, y luego no podía parar. Lo
intenté, lo juro, pero no me salía. Lo peor fue encontrar los sonetos de Lope,
no me dejaron dormir en toda la noche. Era todo rarísimo, en serio. Y al poco
me entraron ganas de escribir a mí también.
Me apunté a un taller de novela y todo eso. Y empecé a escribir. Primero
con mucha desconfianza. Una letra, luego otra, y fui juntando. Me acordé del
comienzo del Evangelio de San Juan, ése que dice que al principio sólo había
aquel que es la Palabra. Así, con
mayúsculas. Jo, ¿por qué dijo la Palabra? Podía haber dicho , no sé, la luz, o
la oscuridad, o las estrellas, o el viento. Pero no, dijo, la Palabra. Y me
pregunté si es que entonces estamos todo hechos de palabras, si lo que corre
por mis venas no son más que palabras, y si la estructura de mi piel no es más
que un cúmulo de palabras. Palabras, palabras, palabras, ya lo decía Hamlet.
Claro, eso es. Shakespeare. No somos más que palabras. Y una palabra me llevó a
la otra y a otra más, y así hasta hacer una novela. Y encontré un incauto que
me la publicó y todo eso. Y vas a El Corte Inglés y a La Casa del Libro y te
ves allí, y al principio quieres salir corriendo del miedo que te entra. Pero a
veces te quedas, a ver si alguien va y coge tu libro. Pero eso ya no tiene nada
que ver con escribir. Eso ya es pura soberbia y nada más. Se cura enseguida. No
tienes más que leer otra vez a los buenos de verdad y se te quita la tontería
en medio segundo, eso si no te has vuelto completamente imbécil, que también
puede pasar.
Así que, bueno, cuando pienso en lo que hacía antes de escribir, aparte
de mi profesor de lengua y las sandalias llenas de barro y todos aquellos
versos mal leídos, no tengo mucho más que contar sin haceros perder el tiempo.
Mi colección de momentos crece, jo como crece, a partir de aquellas
primeras palabras escritas con un mínimo de intención. El momento que más me
viene a la cabeza cuando escribo es el del submarino. Sí, no sé qué coño pasa,
que cuando escribo siempre aparece un submarino. Nunca lo pongo en la página,
porque no escribo de submarinos, pero lo tengo en la cabeza todo el día. Fue en
una conferencia de estas que dan los que saben más que tú. Y alguien dijo algo
así como “cuando se escribe, hay que ir siempre en submarino”. Jo, y es verdad.
Es lo más divertido de escribir: ir en submarino. Cuando vas en submarino eres
indetectable. Eso de que nadie te vea es la leche. Luego activas el sonar y ves
con los ojos cerrados. Es increíble las cosas que se ven con los ojos cerrados
ahí abajo, os lo juro. A veces también se pasa un poco mal. Porque para
escribir algo decente hay que bajar mucho. Y llega un momento en que el
submarino empieza a crujir. Y a veces da miedo. Las tuberías se desgarran , las
paredes se contraen, aparece un tío gritando que dice que hay una vía de agua
no sé dónde; luego viene otro y grita lo mismo. Y la tripulación te mira raro,
pero tú ahí, con un par, con los ojos fijos en un punto concretísimo de la
carta de navegación. Las cartas de navegación suelen estar bien hechas, es
bueno fiarse de ellas, sobre todo si no eres muy listo. Es justo ahí, cuando
todo está a punto de estallar, cuando vienen las mejores palabras. Porque sí,
sí, todo el mundo tiene unas ideas cojonudas para escribir una novela, pero las
novelas no están hechas de ideas sino de palabras, y ésas, en mis sueños, siempre
aparecen en el momento en que está todo a punto de estallar.
Lo peor es el destructor, ese monstruo de acero que hay en todas las historias
que merecen ser contadas. Siempre te detecta, y cuando andas sumergido las
cargas de profundidad sientan fatal, en serio; dejan el submarino todo
revuelto: el instrumental por los suelos, más vías de agua, vómitos, mareos,
mamá sácame de aquí. Luego el monstruo hace que se va y puedes salir arriba, a
profundidad de disparo, y soltar un par de torpedos. Pero tenlo claro: al
monstruo de las novelas los torpedos le hacen cosquillas. Nunca ganas. Nunca,
nunca.
O el submarino o el circo. No hay otra cosa. Jo, el circo es muy
divertido. Yo iba antes. Ahora procuro no ir. A mí el circo me gustaba cuando
llevaba sandalias y me manchaba de barro con la pelota blanca y negra. Jo, y es
que la página en blanco es para algunos eso: una inmensa pista de circo donde
los trapecistas ejecutan sus números con una precisión maquinal. Se sueltan del
trapecio, dan vueltas en el aire y acaban en los brazos de otro trapecista que
volaba por allí, todo muy calculado; compás, escuadra y cartabón. Y luego están
también los que se pasean por una cuerda finísima con una barra horizontal en
las manos para guardar el equilibrio y resina en las zapatillas para parar un
tren. Jo, qué difícil parece. Pero un día me dio por dejar de mirar hacia
arriba, a los trapecios y a la cuerda, y bajé la cabeza un poco. Y entonces vi
la red. Jo, siempre hay una red. Y me enfadé mucho, de verdad. Salí de la carpa y me fui al muelle, a ver los
submarinos. Allí no va casi nadie, pero molan. Jo, cómo molan.