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martes, 19 de noviembre de 2013

...y además, es imposible.


 ¿Habéis sentido alguna vez la tierra temblar bajo vuestros pies? Yo sí. Esta mañana.
          Fue un temblor pequeño. Duró lo que dura un parpadeo. Pero fue significativo. Parece que nadie se enteró, eran las siete de la mañana. Yo estaba en cama leyendo una novela. Es una manía que tengo. Me entró a los once años. Mi tío-padrino Manuel me regaló un ejemplar de tapa dura de La Isla del Tesoro, Biblioteca Juvenil Bruguera, creo que ya no existe, y desde entonces no hay día que no lea cien páginas de cualquier cosa que caiga en mis manos. Unos empiezan el día rezando, otros con treinta flexiones, los hay que con el Financial Times. Yo no, yo empiezo el día leyendo una novela, así me va.
Me sentí como un niño olvidado en una plaza. Casi me echo a llorar. Pensé que se me iba a caer el techo encima o algo así. Pero no pasó nada. Sólo un silencio tenso, como cuando vas a matar una mosca.
          Cuando me volvió la respiración me palpé brazos y piernas, también la nariz, me despeine varias veces; abrí la boca, despacio, como si me fuese a tragar una ballena, y luego la cerré, por si acaso; me metí los índices en los oídos, me di golpes en el pecho.
          Soy muy sensible, de verdad que sí. Como en el instituto nadie decía nada pensé que lo había soñado. Ya sabéis, esos sueños que parecen tan reales. Jim Hopper, mi mejor amigo, soñó una vez que una niña rubia a la que no había visto en su vida le arañaba la cara en medio de una plaza de toros que estaba vacía. Cuando se despertó, las mejillas se le caían a cachos. Y os aseguro que Jim Hopper no ha estado en una corrida de toros en su vida ni casi sabe lo que son.
          Estuve a punto de llamar a mi hermano para contárselo, lo del temblor. Pero preferí no hacerlo. Él ya piensa que estoy loco y con cosas como esa iba a ser peor.
          Además está lo que dicen por ahí, eso de que en Madrid no puede haber terremotos, que es imposible, como quedarse embarazada la primera vez. Imposible.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Bajo las mantas


Había roto el jarrón chino de la entrada, ése tan caro, y sabía que, cuando se enterase, mi madre me mataría. Además me encontraba fatal. No me había dejado cena y no tuve más remedio que arramplar con el bote de leche condensada. Después vino aquel dolor tan intenso, ya sabéis, y unas ganas horribles de vomitar. Me fui al baño. Allí estuve hasta que, ya muy tarde, los sentí llegar. Entonces corrí a mi habitación y me metí debajo de las mantas.

Por aquel entonces yo vivía solo con mi madre. Papá había muerto meses atrás. Trabajaba de cocinero en un restaurante del centro y siempre volvía muy tarde. Una noche alguien lo estaba esperando en el rellano. La policía dijo que fue un robo, que no tenía que haberse resistido. A los dos días mi madre apareció con ese amiguito de las botas vaqueras y el águila estampado en el empeine.

A menudo llegaban tarde. Se iban a la cocina y discutían. De vez en cuando rompían un plato o dos pero siempre terminaban en el salón viendo una de esas pelis de medianoche, ya sabéis, con el volumen a todo trapo. Entonces yo metía la cabeza bajo la almohada y canturreaba una canción que me había enseñado mi padre, un largo nananá, pero aun así seguía oyendo aquellas voces. Incluso rezaba a la Virgen como me decía la hermana Lucía, mi profesora de lengua, con las manos cruzadas y apretando los ojos hasta que me dolían, pero no había forma.

A veces las voces paraban de repente. Entonces yo asomaba la cabeza. Y la veía. Era una niebla negra y espesa que se colaba a través de las mantas y me envolvía como a una  momia. El cuarto se convertía en algo brutal. Algo como una tumba abierta en plena noche. Luego ese hombre entraba en el cuarto. Sin llamar. Yo me sumergía y agarraba las mantas con las uñas, como un cachorro de gato cuando te acercas, igual. La madera crujía bajo las botas. Venían a por mí. Podía oír las alas del águila desplegándose. Y después aquel rostro pegado a mi cara, justo al otro lado de las mantas. Y aquel olor a whisky. Santa María, madre de Dios.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Bajo la piel

A veces me despierto sobresaltado, angustiado por las palabras que no encuentro. Por las que no acierto a decir, por las que no me dicen, por las que se quedan atrapadas en la garganta o clavadas en el estómago.
Me miro en el espejo, las manos, lo brazos, la cara. Y veo debajo de mi piel esas palabras. Rasco, trato de llegar a ellas pero no se inmutan. Resultan intocables, inalcanzables.
Hacen como que no me ven.
Y, sin embargo, estoy hecho de ellas.