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sábado, 20 de julio de 2013

dentro de poco, muy poco

Esta mañana me he levantado diferente. Como las otras veces antes. Ya ni me acordaba. Pensé...pensé que todo aquello había pasado. Pero no. Presento síntomas. Otra vez. Primero fue el olor a chocolate espeso y avellana que venía del pasillo. Sabía que era imposible pero aun así me levanté, con cuidado de no despertar a Inge. El aroma me llevó hasta el rellano. Era tan delicioso, era como tenerlo delante, en la punta de la lengua. No había nadie. Sólo el retazo de la luz de emergencia.
Luego vino la música, de violín. Un solo. Qué maravilla. Abrí la ventana pero la calle estaba desierta.
En el trabajo metí la mano en la trituradora de papel y me llevó un dedo. Sentí el dolor. No fue agradable pero mereció la pena, ya lo creo.
Me vine arriba, definitivamente. Corté unas rosas del campo y se las di a Inge en cuanto entró por la puerta. La agarré del brazo y la llevé a cenar al otro lado de la ciudad a uno de esos sitios...ya sabéis. Le dije que era preciosa como una mañana de primavera y le recité un poema. Se tapó el rostro con las manos. No deberías hablar así, dijo azorada, ni siquiera en un sitio como este. Luego le conté lo del chocolate, y lo del violín, no pude evitarlo.


Mañana iremos a ver a su hermana. Es médico. Las otras veces me fue bien. Tiene las pastillas adecuadas. Las azules. Las tiene que sacar a escondidas. Normalmente te internan si tienes que tomarlas. Pero Inge no quiere eso. El internado está en las afueras y muy, muy mal comunicado. Sería ineficiente tener que ir allí cada dos por tres. Eso piensa. Además está casi vacío. Ya nadie va. Nadie lo necesita.
En la cama, antes de apagar la luz, le he preguntado si me quiere. Ella se ha llevado la mano a la boca y se ha reído. Luego se ha dado la vuelta y ha apagado la luz.