Está delante del espejo, contemplándose,
sin mirarse a los ojos. Rastrea el pelo con las manos. Juega con él, arriba y
abajo, dócil, sin apenas resistencia. Sus dedos se deslizan suavemente hasta
tocar la piel, aún la siente temblar.
Le cuesta respirar. No encuentra el ritmo. Se para.
Empieza otra vez. Uno, dos. Ahora mejor.
Nota como su cuerpo se esponja y le resbala por la camiseta,
también por la falda a medio caer. Siente una náusea.Aguanta.
Coge la maquinilla. Se agarra la cabeza. El zumbido
eléctrico de un millón de abejas le
arrasa los oídos. Se inclina a un lado. Baja la mirada, al lavabo. Y ve cómo se
posan, destrozados, sus retazos, los pétalos ajados de una rosa muerta.
Está delante del espejo, contemplándose, mirándose a los
ojos.
No tiembla.
Ya no la tocarán más.
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