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lunes, 3 de junio de 2013

Lo olvidado

Dura lo que dura un parpadeo. Es como un fogonazo. Lo ves y ya no lo ves. Es así como escribía sus relatos. No eran relatos perfectos, ni mucho menos. No eran precisos, ni tenían una estructura digna de comentar en un taller de escritura. Sus cuentos estaban llenos de jirones. Los personajes entraban en escena con los mocos colgando, o con una pierna más grande que la otra, o a medio peinar, siempre in media res, viniendo de un sitio y yendo a otro. Jo, era una locura.
Sus relatos reflejaban sed de intensidad, sed de una agua que no se bebe, anhelo de una cura que no llega nunca.
Escribía de tardes vacías, del espacio entre líneas, de lo que está y no se ve. Bebía el vino de los derrotados en tabernas oscuras. El tiempo le dibujó en la cara el aspecto de un libro salvado de un incendio.
Apuró el vaso. Miró la hora. Dejó una moneda en la mesa, salió por la puerta y se alejó. Sin que a nadie le importara nada.

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