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miércoles, 24 de abril de 2013

TODOS TENEMOS UN PASADO


Cuando me paro a pensar en las cosas que hacía antes de escribir me pregunto cómo me las apañé para sobrevivir tanto tiempo.
 Es verdad que si uno no escribe no pasa nada, pero si escribe sí que pasan cosas. Jo si pasan. Aunque más que en escribir, la cosa empieza en leer. 
Cuando era niño no pensaba más que en correr y saltar. Lo único que leía eran los Mortadelos, y los tebeos de los Vengadores; y siempre después de jugar al fútbol o al recate todo el santo día, con las sandalias llenas de barro y los pantalones rotos  por las rodillas. Luego, de chaval, en el instituto y todo eso, me convertí en un jodido empollón. Me lo chapaba todo, y en la clase de lengua devoraba los libros que me mandaban leer. Pero lo hacía sin ninguna sensibilidad. Lo hacía por sacar un diez y por nada más. 
Tenía un profesor que era un pesado y nos mandaba lecturas cada dos por tres, y, coño, siempre de los mismos. Me importaba un pepino que Don Quijote confundiera a Aldonza con Dulcinea, que Lope dijese que el amor era algo así como volver el rostro al claro desengaño o beber veneno por licor suave, ni entendía por qué narices Garcilaso enredaba en las ropas de su Isabel perdida sollozando aquello de oh dulces prendas por mi mal halladas, dulces y alegres cuando Dios quería. Era, jo, un empollón estéril. En mi defensa diré que cuando uno es niño no  sabe nada de lances de amor ni le alcanza el sentido para nada que no sea jugar, correr y saltar. Pero mi defensa me interesa poco así que no seguiré por ahí.
Aquel profesor estaba mucho más cerca de la tumba que de la cuna, pero eso no le impedía darnos la clase con una ilusión y un vigor incontestables. Lástima que en aquellos días ni yo ni mis compañeros supiésemos apreciar nada de eso. Ya veréis, ya veréis, decía, el día de mañana os acordaréis de estos sonetos, y si no, peor para vosotros.
El buen hombre seguro que está ahora chupando gladiolos en cualquier camposanto de Navarra, era de allí, pero el tío sirvió para algo, y eso ya es mucho.
Pasaron los años, me fui a la universidad. Había un montón de tías y eso, y me atonté mucho más. Jo, mucho más. Y no leía más que fórmulas y teorías económicas, cosas muy, muy prácticas, pero completamente inservibles.  Y pasaban los días y las noches, y conseguí mi primer trabajo y no pasaba nada, y luego el segundo, y el tercero y tampoco pasaba nada. No sé, nunca pasaba nada, lo digo en serio.
Y ya no me acuerdo bien, pero creo que fue un día mirando la calle detrás de los visillos, aquellos chavales jugando en el parque al lado de mi ventana... y... joder, no sé, no me acuerdo bien, chapoteaban en los charcos y no les importaba, y la pelota blanca y negra iba de un lado a otro y ellos también, con los calcetines llenos de barro... y el chico aquel, el portero, frotándose las manos llenas de mierda en los pantalones de tergal... y luego pasó aquella pareja cogida de la mano... y no sé qué me pasó pero me entraron unas ganas tremendísimas de bajar a la calle.
La pelota rodaba entre las sandalias de los chavales. Gritaban como animales. Uno de ellos, el de la cicatriz en la mejilla, me devolvió la mirada. Y me dio por bajar. Jo, no sé por qué. Y eché a andar. Y como era otoño no había más que árboles calvos y el paisaje yermo de la alameda. Fui y volví sin que a nadie le importase un carajo. Luego, ya en casa, me entraron unas ganas descomunales de llorar, y cuando me iba a poner miré a la estantería y encontré El Lazarillo de Tormes, y me acordé de mi profesor. También había cosas de Quevedo y claro, El Quijote. Y empecé a leer. Jo, y luego no podía parar. Lo intenté, lo juro, pero no me salía. Lo peor fue encontrar los sonetos de Lope, no me dejaron dormir en toda la noche. Era todo rarísimo, en serio. Y al poco me entraron ganas de escribir a mí también.
Me apunté a un taller de novela y todo eso. Y empecé a escribir. Primero con mucha desconfianza. Una letra, luego otra, y fui juntando. Me acordé del comienzo del Evangelio de San Juan, ése que dice que al principio sólo había aquel que es  la Palabra. Así, con mayúsculas. Jo, ¿por qué dijo la Palabra? Podía haber dicho , no sé, la luz, o la oscuridad, o las estrellas, o el viento. Pero no, dijo, la Palabra. Y me pregunté si es que entonces estamos todo hechos de palabras, si lo que corre por mis venas no son más que palabras, y si la estructura de mi piel no es más que un cúmulo de palabras. Palabras, palabras, palabras, ya lo decía Hamlet. Claro, eso es. Shakespeare. No somos más que palabras. Y una palabra me llevó a la otra y a otra más, y así hasta hacer una novela. Y encontré un incauto que me la publicó y todo eso. Y vas a El Corte Inglés y a La Casa del Libro y te ves allí, y al principio quieres salir corriendo del miedo que te entra. Pero a veces te quedas, a ver si alguien va y coge tu libro. Pero eso ya no tiene nada que ver con escribir. Eso ya es pura soberbia y nada más. Se cura enseguida. No tienes más que leer otra vez a los buenos de verdad y se te quita la tontería en medio segundo, eso si no te has vuelto completamente imbécil, que también puede pasar.
Así que, bueno, cuando pienso en lo que hacía antes de escribir, aparte de mi profesor de lengua y las sandalias llenas de barro y todos aquellos versos mal leídos, no tengo mucho más que contar sin haceros perder el tiempo.
Mi colección de momentos crece, jo como crece, a partir de aquellas primeras palabras escritas con un mínimo de intención. El momento que más me viene a la cabeza cuando escribo es el del submarino. Sí, no sé qué coño pasa, que cuando escribo siempre aparece un submarino. Nunca lo pongo en la página, porque no escribo de submarinos, pero lo tengo en la cabeza todo el día. Fue en una conferencia de estas que dan los que saben más que tú. Y alguien dijo algo así como “cuando se escribe, hay que ir siempre en submarino”. Jo, y es verdad. Es lo más divertido de escribir: ir en submarino. Cuando vas en submarino eres indetectable. Eso de que nadie te vea es la leche. Luego activas el sonar y ves con los ojos cerrados. Es increíble las cosas que se ven con los ojos cerrados ahí abajo, os lo juro. A veces también se pasa un poco mal. Porque para escribir algo decente hay que bajar mucho. Y llega un momento en que el submarino empieza a crujir. Y a veces da miedo. Las tuberías se desgarran , las paredes se contraen, aparece un tío gritando que dice que hay una vía de agua no sé dónde; luego viene otro y grita lo mismo. Y la tripulación te mira raro, pero tú ahí, con un par, con los ojos fijos en un punto concretísimo de la carta de navegación. Las cartas de navegación suelen estar bien hechas, es bueno fiarse de ellas, sobre todo si no eres muy listo. Es justo ahí, cuando todo está a punto de estallar, cuando vienen las mejores palabras. Porque sí, sí, todo el mundo tiene unas ideas cojonudas para escribir una novela, pero las novelas no están hechas de ideas sino de palabras, y ésas, en mis sueños, siempre aparecen en el momento en que está todo a punto de estallar.
Lo peor es el destructor, ese monstruo de acero que hay en todas las historias que merecen ser contadas. Siempre te detecta, y cuando andas sumergido las cargas de profundidad sientan fatal, en serio; dejan el submarino todo revuelto: el instrumental por los suelos, más vías de agua, vómitos, mareos, mamá sácame de aquí. Luego el monstruo hace que se va y puedes salir arriba, a profundidad de disparo, y soltar un par de torpedos. Pero tenlo claro: al monstruo de las novelas los torpedos le hacen cosquillas. Nunca ganas. Nunca, nunca.
O el submarino o el circo. No hay otra cosa. Jo, el circo es muy divertido. Yo iba antes. Ahora procuro no ir. A mí el circo me gustaba cuando llevaba sandalias y me manchaba de barro con la pelota blanca y negra. Jo, y es que la página en blanco es para algunos eso: una inmensa pista de circo donde los trapecistas ejecutan sus números con una precisión maquinal. Se sueltan del trapecio, dan vueltas en el aire y acaban en los brazos de otro trapecista que volaba por allí, todo muy calculado; compás, escuadra y cartabón. Y luego están también los que se pasean por una cuerda finísima con una barra horizontal en las manos para guardar el equilibrio y resina en las zapatillas para parar un tren. Jo, qué difícil parece. Pero un día me dio por dejar de mirar hacia arriba, a los trapecios y a la cuerda, y bajé la cabeza un poco. Y entonces vi la red. Jo, siempre hay una red. Y me enfadé mucho, de verdad.  Salí de la carpa y me fui al muelle, a ver los submarinos. Allí no va casi nadie, pero molan. Jo, cómo molan.
                                         

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